Corrían mediados los 80, una muchachada quinceañera, chavales y chavalas entusiastas, plantaba una mesa con pancarta en la plaza de la Constitución de Jaén, y mientras repartía octavillas y recogía firmas, intentaba convencer a sus paisanos de no comprar “tortuguitas”. Concretamente eran galápagos salvajes, cazados en los ríos cercanos a la capital, y vendidos al estilo top-manta por las calles y mercadillos de la ciudad. Buscábamos el respaldo ciudadano para recordar a las autoridades municipales que eso era ilegal, que eran especies protegidas además, y que el bicho debía estar en el río, no en un escueto barreño.
La cosa iba bien, la gente respondía y ya teníamos un par de cientos de rúbricas de apoyo en la mañana, en esto que abordé a un señor que miraba escéptico nuestro tinglado.
-Señor, ¿nos ayuda a luchar contra el comercio de tortugas? (pregunté)
- ¿Tortugas? Pero niño... y a mí qué esas gilipolleces!! (dijo)
A continuación se subió la manga de la camisa mostrando el antebrazo, plagado de feas y numerosas cicatrices, mientras me explicaba que eran fruto de varios intentos de suicidio dentro de la cárcel, que su vida era una puta mierda, que sus hijos “enganchaos a to”…etc etc etc. Me dejó literalmente a cuadros, por unos minutos se desestabilizó la balanza de valores, y por supuesto me dió en qué pensar para todo el día.
En fin, una anécdota que recordé el sábado pasado, en un paseo por el río, comprobando que hay galápagos en abundancia.
Por cierto, el expresidiario al final firmó en contra del comercio de “tortuguitas”, con todas sus letras.